¿Quien no se ha detenido un momento a acariciar el suave pelaje de un conejo? Yo no puedo decir que no lo haya hecho. No puedo negar que me haya entretenido paseando la mano por el cuerpo del animal sintiendo por una parte placer al tacto y por otra un poder inmenso al saber que, ese animal indefenso, está totalmente indefenso.
